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Con empatía

"A la globalización de la indiferencia hay que contraponer la globalización de la empatía" (Papa Francisco, 29-IV-2016)

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Tag Archives: diálogo

Oración: empatía con Dios

Posted on October 17, 2016 by admin
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sagrario

Santa Teresa de Jesús decía: “No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino trato de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”.

También decía: “Dadme un cuarto de hora de oración cada día y os daré el Cielo. Un alma que persevera en la oración, se asegura la propia salvación”.

Jacques Philippe, en su libro “La oración, camino de amor” destaca 4 verdades de la fe católica que nos pueden ayudar a hacer oración mental:

1) Primacía de la accion divina
En la oración lo que cuenta no es lo que nosotros hacemos, sino lo que Dios hace en nosotros durante ese tiempo. No se trata tanto de hacer cosas como de entregarnos a la acción de Dios: si a pesar de nuestra buena voluntad, somos incapaces de rezar bien, de conmovernos y de tener hermosos pensamientos, no nos entristezcamos. Ofrezcamos nuestra pobreza a la acción de Dios y nuestra oración será muy valiosa.

Santa Teresita del Niño Jesús se dormía con frecuencia en la oración pero no se desanimaba: “si una madre toma en sus brazos a su hijo y se le duerme no se enfada”.

Hacer oración mental es como levantar nuestros brazos de niños pequeños para que nuestro Padre, Dios, nos tome en los suyos.

2) Primacía del amor
En la oración, nuestra principal tarea es amar, pero en la relación con Dios, amar es, en primer lugar, sentirse amado y dejarse amar, ceder a Dios el placer de amarnos. Los hombres antes de hacer algo tenemos que recibir de Dios. Hemos de dejarnos amar como somos, con independencia de nuestros méritos y virtudes.

Por nuestra parte es más importante la fidelidad diaria a la oración que todo lo demás, porque es la mejor demostración de amor, o al menos de querer amar. Santa Teresita del Niño Jesús decía: “Dios no necesita nuestras obras, pero tiene sed de nuestro amor”.

3) Dios se nos da a través de la humanidad de Jesucristo
La humanidad de Jesús es para nosotros la mediación, el punto de apoyo a nuestro alcance para encontrar a Dios y unirnos con él. Hay mil formas de entrar en contacto con la humanidad de Jesús: contemplar sus hechos y sus gestos, meditar sus palabras…

4) Dios habita en nuestros corazones
Dios mora en nuestra alma en gracia. Podemos entrar en el interior de nuestro propio corazón para reunirnos allí con Jesús, tan cercano, tan accesible, y permanecer tranquilamente con Él y también con el Padre y con el Espíritu Santo.

Y podemos aprovechar esta intimidad para adorarle, darle gracias, pedirle perdón y perdirle ayuda con total confianza.

Álvaro Gámiz

Posted in 7) Empatía y Dios | Tagged amar, apostolado, diálogo, Dios, Dios habita, empatía, fe, hacer oración, humanidad de Jesucristo, oración, oración mental, rezar | Leave a reply

Una vida en diálogo con los demás

Posted on August 29, 2016 by admin
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Opus Dei - Una vida en diálogo con los demás

“El horno prueba los vasos del alfarero, y la prueba del hombre está en su conversación. El fruto muestra cómo se cultivó un árbol; así, la palabra, los pensamientos del corazón humano”[1]. Una nota esencial de la madurez personal es la capacidad de diálogo, una actitud de apertura hacia los demás que se manifiesta en la cordialidad del trato y en un sincero deseo de aprender de cada persona.“Conocer a otras personas, otras culturas, nos hace siempre mucho bien, nos hace crecer (…). El diálogo es muy importante para la propia madurez, porque en la confrontación con otra persona, en la confrontación con las demás culturas, incluso en la confrontación con las demás religiones, uno crece: crece, madura. Cierto, existe un peligro: si en el diálogo uno se cierra y se enfada, puede pelear; es el peligro de pelear, y esto no está bien porque nosotros dialogamos para encontrarnos, no para pelear. Y, ¿cuál es la actitud más profunda que debemos tener para dialogar y no pelear? La mansedumbre, la capacidad de encontrar a las personas, de encontrar las culturas, con paz; la capacidad de hacer preguntas inteligentes: ‘¿Por qué tú piensas así? ¿Por qué esta cultura hace así?’. Escuchar a los demás y luego hablar. Primero escuchar, luego hablar”[2].

Foto: Ismael MartínezFoto: Ismael Martínez

Saber escucharLa Sagrada Escritura cubre de elogios a quienes saben escuchar, y desdeña en cambio la actitud de quienes no prestan atención a los demás. “Oído que escucha reprensión saludable, habita en medio de sabios”[3], dice el libro de los Proverbios; y el apóstol Santiago aconseja “que cada uno sea diligente para escuchar, lento para hablar y lento para la ira”[4] En ocasiones, los hagiógrafos recurren incluso a una fina ironía: “hablar a quien no escucha, como despertar a alguien de un sueño profundo”[5].

Un problema frecuente para escuchar es que, mientras otro habla, recordamos algo que tiene que ver con lo que nos cuenta, y estamos pendientes de decir “la nuestra” en cuanto haya una pausa. Se producen entonces conversaciones quizá animadas, en las que unos a otros se quitan la palabra, pero en las que se escucha poco.

Otras veces, el problema es que la conversación no surge de modo espontáneo, y hay que poner empeño en buscarla, con inteligencia. En esos casos, hay que evitar la presunción, es decir, la tendencia a mostrar a cada momento nuestra agudeza o nuestros conocimientos; por el contrario, conviene mostrarse abiertos y receptivos, deseosos de aprender de los demás, de modo que ampliemos cada día nuestro abanico de intereses. De este modo escucharemos con atención cosas que quizá inicialmente no nos interesan demasiado, sin que eso implique hipocresía por nuestra parte: se trata muchas veces de un esfuerzo sincero por sobreponerse al propio criterio, y por agradar y aprender.

Saber conversar requiere conjugar la audacia con la prudencia, el interés con la discreción, el riesgo con la oportunidad. Es preciso no caer en la ligereza, estar dispuesto a rectificar unas palabras precipitadas o inoportunas que quizá se nos han escapado, o una afirmación un poco rotunda que tendríamos que haber ponderado mejor. En todo caso, las buenas conversaciones dejan siempre poso: vienen después de nuevo a la memoria las ideas, los argumentos expuestos por unos y otros, surgen nuevas intuiciones, y nace la ilusión de continuar ese intercambio.

Apertura a los demás

Es llamativo comprobar cómo el espíritu de algunas personas envejece prematuramente, y en cambio otras permanecen jóvenes y animosas hasta el final de sus días. Hay que pensar que todos tenemos dentro muchos recursos aún sin usar: talentos que no hemos aprovechado, fuerzas que nunca hemos puesto a prueba. Y, por muy ocupados o cansados que estemos, no podemos dejar de avanzar, de aprender y de ser receptivos a las ideas de los demás.

Conviene que salgamos de nosotros mismos; que nos abramos a Dios y, por Él, a los demás. Superaremos entonces ese egocentrismo que a veces nos lleva a acomodar la realidad a la estrechez de nuestros intereses o a nuestra particular visión de las cosas, y estaremos más en guardia ante ciertas deficiencias que crean distancias con las personas y que, por tanto, entrañan inmadurez: expresarnos con una rotundidad que muchas veces no se corresponde con nuestro conocimiento de las cosas; manifestar nuestras opiniones con un tono de censura hacia los demás; servirnos de soluciones prefabricadas o de consejos repetitivos y manidos; irritarnos cuando alguien no piensa como nosotros, aunque luego nos digamos a favor de la diversidad y de tolerancia; llenarnos de celos cuando alguien sobresale a nuestro alrededor; exigir a otros un nivel de perfección que les sobrepasa, y que tal vez nosotros mismos no alcanzamos; pedir sinceridad y franqueza, cuando en cambio quizás nos resistimos a las correcciones.

Madurez y sentido crítico

Cuando miramos a los demás con afecto, muchas veces advertiremos que podemos ayudarles con un consejo de amigo; les diremos con confianza lo que otros quizá también han visto pero no han tenido la lealtad de comentarles. Solo ese fundamento, la caridad, hace que la corrección o la crítica sea verdaderamente útil y constructiva: “cuando hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin humillar…, y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que corrijas”[6].

La clave de nuestra capacidad de hacer cambiar a los demás está en cierta manera ligada a nuestra capacidad de cambiarnos a nosotros mismos. Cuando se sabe lo que cuesta mejorar, lo difícil que resulta y, al tiempo, lo importante y liberador que es, entonces es más fácil observar a los demás con cierta objetividad y ayudarles realmente. El que sabe decirse las cosas claras a sí mismo, sabe cómo y cuándo decírselas a los demás, y es capaz también de escucharlas con buena disposición.

Saber recibir y aceptar la crítica es prueba de grandeza espiritual y de profunda sabiduría: “Quien ama la instrucción, ama el saber, y quien odia la corrección es un estúpido”[7]. Sin embargo, aceptar lo que nos dicen los demás no supone vivir siempre pendientes de la crítica en nuestra vida profesional o social, bailando al son de lo que se diga o se deje de decir sobre lo que hacemos o somos, porque esa preocupación acabaría siendo patológica. A veces, el que hace bien las cosas puede ser bastante criticado: lo censuran quizá los que no hacen nada, porque ven su vida y su trabajo como una acusación[8]; o los que obran de modo contrario, porque lo consideran un enemigo; o a veces también los que hacen las mismas o parecidas cosas, porque se ponen celosos. No faltan casos así, en los que hay que hacerse “perdonar” por los que apenas hacen nada y por los que no conciben que se pueda hacer nada bueno sin contar con ellos. En esos casos, como nos aconsejaba nuestro Padre, “hemos de saber callar, rezar, trabajar, sonreír… y esperar. No deis importancia a esas insensateces: quered de veras a todas esas almas. Caritas mea cum omnibus vobis in Christo Iesu!”[9]

La responsabilidad de dar ejemplo

La madurez aúna la apertura a los demás con la fidelidad al propio camino y a los propios principios, incluso cuando apenas se encuentra eco o aceptación en el propio entorno. Es cierto que la indiferencia que percibimos a nuestro alrededor puede indicarnos que también nosotros tenemos quizá algo que cambiar, o al menos que explicar o presentar mejor. Pero hay algunas cosas que no deben cambiar nunca en nosotros, pase lo que pase, nos escuchen o no, nos alaben o nos insulten, lo agradezcan o lo rechacen, lo aprueben o lo reprueben: “ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido”[10].

No es infrecuente que una persona se sienta sola y sin apoyo en algunos de sus mejores empeños. La tentación de desistir puede ser muy fuerte. Le podrá parecer entonces que su ejemplo o su testimonio no sirven para mucho, pero no es así: una cerilla quizá no ilumina toda la habitación, pero todos en la habitación pueden verla. Tal vez hay muchas personas que se sienten incapaces de imitar ese ejemplo, pero saben que quieren seguirlo en la medida en que puedan, y ese testimonio tira de ellos para arriba.

Todos recordamos cómo nos ha ayudado a mejorar el buen ejemplo de tantas personas Y, sin embargo, es probable que muchos de ellos sepan muy poco acerca de su efecto real sobre nosotros. Es grande la responsabilidad que tenemos de influir positivamente en los demás. “No puedes destrozar, con tu desidia o con tu mal ejemplo, las almas de tus hermanos los hombres”[11]. Debemos hablar, aconsejar, exhortar, animar, pero sobre todo procurar que nuestras palabras estén avaladas por nuestras obras, por el testimonio de nuestra propia vida. Es imposible lograrlo siempre, e incluso la mayoría de las veces, pero hemos de querer ser una ayuda para todos, y saber pedir perdón de corazón si hemos dado mal ejemplo.

Una lucha de toda la vida

La apertura a los demás va muy unida a nuestro avance en una tarea que nos ocupará toda la vida: reconocer el rostro de la soberbia y luchar por ser más humilde. La soberbia se cuela por los resquicios más sorprendentes de nuestra relación con los demás. Si se nos mostrara de frente, su aspecto nos resultaría repulsivo, y por eso una de sus estrategias más habituales es ocultar su rostro, disfrazarse. La soberbia suele esconderse dentro de otra actitud aparentemente positiva, a la que contamina sutilmente. Después, cuando se hace fuerte, crecen sus manifestaciones más simples y primarias, propias de la personalidad inmadura: la susceptibilidad enfermiza, el continuo hablar de uno mismo, la vanidad y afectación en los gestos y el modo de hablar, las actitudes prepotentes o engreídas, junto al decaimiento profundo al percibir la propia debilidad.

La soberbia unas veces se disfraza de sabiduría, de lo que podríamos llamar una soberbia intelectual que toma apariencia de rigor. Otras, se oculta detrás de un apasionado afán de hacer justicia o de defender la verdad, cuando en el fondo late sobre todo un sentimiento de revancha, o una ortodoxia altiva que avasalla: un afán de precisarlo todo, de juzgarlo todo. Se trata de actitudes que, en lugar de servir a la verdad, se sirven de ella -de una sombra de ella- para alimentar el deseo de quedar por encima de los demás.

Igual que no existe la salud total y perfecta, tampoco podemos acabar por completo con las argucias de la soberbia. Pero podemos detectarla mejor, y no dejar que nos gane terreno. Habrá ocasiones en que nos engañará, porque tiende a atrincherarnos: nos hace reticentes a que los demás nos hagan ver nuestros defectos. Pero si nosotros no vemos su rostro, oculto de diversas maneras, quizá los demás sí lo habrán podido ver. Si somos capaces de escuchar la advertencia fraterna, la crítica constructiva, nos será mucho más fácil desenmascararla. Hace falta ser humilde para aceptar la ayuda de los demás. Y hace falta también ser humilde para ayudar a los demás sin humillar.

La madurez se cifra, en fin, en “el “sano prejuicio psicológico” de pensar habitualmente en los demás”[12]. La personalidad que Dios quiere para nosotros –y a la todos aspiramos, aunque a veces busquemos en otra parte- es la de quien ha llegado a tener “un corazón que ama, un corazón que sufre, un corazón que se alegra con los demás”[13].

Alfonso Aguiló


[1] Si 27, 6-7.

[2] Francisco, Discurso, 21-VIII-2013.

[3] Pr 15, 31.

[4] St 1, 19

[5] Si 22, 8.

[6] Forja, n. 455.

[7] Pr 12, 1.

[8] Cfr. Sb 2, 10-20.

[9] San Josemaría, Carta a sus hijos de Holanda, 20-III-1964. Cfr. Vázquez de Prada, A. El Fundador del Opus Dei (III), Madrid: Rialp, 2003, p. 530.

[10] Camino, n. 80.

[11] Forja, n. 955.

[12] Forja, n. 861.

[13] Francisco, Discurso, 17-VI-2013.

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Empatía, sentir con los demás

Posted on August 29, 2016 by admin
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Todos hemos experimentado que, en muchas ocasiones, para asimilar bien lo que sucede a nuestro alrededor, no basta con que se nos transmitan simplemente unos datos objetivos. Por ejemplo, si alguien interpreta una pieza musical para unos amigos, esperará ver cómo los demás pasan un rato agradable al oír la misma melodía que a él apasiona. En cambio, si los amigos se limitaran a decir que la ejecución ha sido correcta, pero sin mostrar el menor entusiasmo, entonces seguramente vendría el desánimo, junto a la sensación de que en realidad no se posee talento.

Cuántos problemas se evitarían si procuráramos entender mejor lo que sucede en el interior de los demás, sus expectativas e ideales. «Más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»[1]. Para vivir la caridad hay que comenzar reconociendo en el otro a alguien digno de consideración, y ponerse en sus circunstancias. Hoy se suele hablar de empatía para referirse a la cualidad que facilita meterse en el lugar de los demás, hacerse cargo de su situación y ponderar sus sentimientos. Unida a la caridad, esta actitud contribuye a fomentar la comunión, la unión de corazones, como escribe san Pedro: «tened todos el mismo pensar y el mismo sentir»[2].

Aprender de Cristo

Con su vida, Jesús nos enseña a ver a los demás de un modo distinto, compartiendo sus afectos, acompañándolos en ilusiones y desencantos.

Desde el principio, los discípulos experimentaron la sensibilidad del Señor: su capacidad de ponerse en el sitio de los demás, su delicada comprensión de lo que sucedía en el interior del corazón humano, su finura para percibir el dolor ajeno. Al llegar a Naím, sin que medie palabra, se hace cargo del drama de la mujer viuda que ha perdido a su hijo único[3]; al escuchar la súplica de Jairo y el rumor de las plañideras, sabe consolar a uno y apaciguar al resto[4]; es consciente de las necesidades de quienes le siguen y se preocupa si no tienen qué comer[5]; llora con el llanto de Marta y María ante la tumba de Lázaro[6] y se indigna ante la dureza de corazón de los suyos cuando quieren que baje fuego del cielo para quemar la aldea de los samaritanos que no les han recibido[7].

Las razones del corazón suelen abrir las puertas del alma con mayor facilidad que una argumentación fría o distante.

Con su vida, Jesús nos enseña a ver a los demás de un modo distinto, compartiendo sus afectos, acompañándolos en ilusiones y desencantos. Aprendemos de Él a interesarnos por el estado interior de quienes nos rodean, y con la ayuda de la gracia superamos progresivamente los defectos que lo impiden, como la distracción, la impulsividad o la frialdad. No hay excusa para cejar en este empeño. «No pensemos que valdrá de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes virtudes de cristianos. -Esto sería adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores»[8]. La cercanía con el Corazón del Señor ayudará a moldear el nuestro de manera que nos llenemos de los sentimientos de Cristo Jesús.

Caridad, afabilidad y empatía

«La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien»[9]. Es hermoso descubrir cómo los apóstoles, al calor de su relación con el Señor, van apaciguando sus temperamentos, muy variados, que en ocasiones les han llevado a manifestarse poco compasivos frente a otras personas. Juan, tan vehemente que con su hermano Santiago mereció el sobrenombre de hijo del trueno, más tarde se llenará de mansedumbre e insistirá en la necesidad de abrirse al prójimo, de entregarse a los demás como lo hizo el mismo Cristo: «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos»[10]. También san Pedro, que antes se había mostrado duro ante los adversarios de Jesús, se dirige al pueblo en el Templo buscando su conversión, pero con palabras exentas de cualquier rastro de amargura: «Hermanos, sé que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes. (…) Arrepentíos, por tanto, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados, de modo que vengan del Señor los tiempos de la consolación»[11].

Otro ejemplo nos lo ofrece san Pablo, que tras haber sido un terrible azote para los cristianos, se convierte y pone al servicio del Evangelio su genio y su genio: su mente clara y su carácter fuerte. En Atenas, aunque su espíritu bulle de indignación ante la presencia de tantos ídolos, procura empatizar con sus habitantes. Cuando tiene ocasión de dirigirse a ellos en el Areópago, en lugar de echarles en cara su paganismo y depravación de costumbres, apela a su hambre de Dios: «Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: “Al Dios desconocido”. Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer»[12]. En esta actitud que sabe comprender y motivar se descubren los rasgos sobresalientes de una inteligencia que integra y modula sus emociones. También se manifiesta la genialidad de una persona que se hace cargo de la situación de los demás: escoge un aspecto de su sensibilidad, por más pequeño que parezca, para sintonizar con los oyentes, captar su interés y llevarlos hacia la verdad plena.

Caminos para amar la verdad

Al tratar de ayudar a los demás, la caridad y la mansedumbre nos guiarán hacia las razones del corazón, que suelen abrir las puertas del alma con mayor facilidad que una argumentación fría o distante. El amor de Dios nos impulsará a conservar un estilo afable, que muestre lo atractivo que es la vida cristiana: «La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre»[13]. Sabremos descubrir lo positivo de cada persona, pues amar la verdad implica reconocer las huellas de Dios en los corazones, por más desfiguradas que parezcan estar.

La auténtica empatía implica sinceridad y es incompatible con una conducta impostada, que esconde los propios intereses.

La caridad hace que, en el trato con amigos, colegas de trabajo, familiares, el cristiano se muestre comprensivo con quienes están desorientados, a veces porque no han tenido la oportunidad de recibir una buena formación en la fe, o porque no han visto un ejemplo encarnado del auténtico mensaje del Evangelio. Se mantiene, así, una disposición de empatía también cuando los otros están equivocados: «No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad»[14]. Hemos de decir la verdad con una paciencia constante -«veritatem facientes in caritate»[15]-, sabiendo estar al lado de quien quizá está confundido, pero que con un poco de tiempo se podrá abrir a la acción de la gracia. Esta actitud consiste muchas veces, como señala el Papa Francisco, en «detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad»[16].

Apostolado y comunión de sentimientos

Algunos podrían intentar reducir la empatía a una simple estrategia, como si fuera una de esas técnicas que proponen un producto al consumidor de tal modo que tiene la sensación de que eso era justo lo que estaba buscando. Aunque lo anterior pueda ser válido en ámbito comercial, las relaciones interpersonales siguen otra lógica. La auténtica empatía implica sinceridad y es incompatible con una conducta impostada, que esconde los propios intereses.

Esta sinceridad es fundamental cuando buscamos dar a conocer el Señor a las personas con las que convivimos. Haciendo propios los sentimientos de quienes Dios ha puesto a nuestro lado en el camino, tenemos la finura de caridad de alegrarnos con cada uno de ellos y de sufrir con cada uno también. «¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo, sin que yo me abrase de dolor?»[17] ¡Cuánto afecto sincero se descubre en esta cariñosa alusión de san Pablo a los cristianos de Corinto! Es más fácil que la verdad se abra paso a través de este modo de compartir sentimientos, porque se establece una corriente de afectos -de afabilidad- que potencia la comunicación. El alma se vuelve así más receptiva a lo que escucha, especialmente si se trata de un comentario constructivo que la anima a mejorar en su vida espiritual.

«Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores»[18]. Cuando la escucha es atenta, nos implicamos en la realidad de los demás. Buscamos ayudar al otro a discernir cuál es el paso que el Señor le pide dar en ese momento específico. Es en el momento en que el interlocutor percibe que su situación, opiniones y sentimientos son respetados -es más, asumidos por quien le escucha- cuando abre los ojos del alma para contemplar el resplandor de la verdad, la amabilidad de la virtud.

La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores (Francisco)

En contraste, la indiferencia ante los demás es una grave enfermedad para el alma apostólica. No cabe ser distantes con quienes nos rodean: «Esas personas, a las que resultas antipático, dejarán de opinar así, cuando se den cuenta de que “de verdad” les quieres. De ti depende»[19]. La palabra comprensiva, los detalles de servicio, la conversación amable, reflejan un interés sincero por el bien de aquellas personas con las que convivimos. Sabremos hacernos querer, abriendo las puertas de una amistad que comparte la maravilla del trato con el Señor.

Animar a caminar

Señala el Papa Francisco que «un buen acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio»[20]. Al hacernos cargo de las debilidades de los demás, sabremos también animar a no ceder al conformismo, a ampliar sus horizontes para que sigan aspirando a la meta de la santidad.

Al obrar de este modo, seguiremos el ejemplo de profunda comprensión y amable exigencia que nos ha dejado Nuestro Señor. Cuando, en la tarde del día de la Resurrección, camina al lado de los discípulos de Emaús, les pregunta: «¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?»[21], y deja que se desahoguen, manifestando la desilusión que oprimía sus corazones y la dificultad que tenían para creer que Jesús había realmente vuelto a la vida, como atestiguaban las santas mujeres. Solo entonces el Señor toma la palabra y les explica cómo «era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria»[22].

¿Cómo habría sido la conversación de Jesús, de qué modo habría sabido responder a las inquietudes de los discípulos de Emaús, que al final le dicen: «Quédate con nosotros»[23]? Y eso, a pesar de que al inicio les reprocha su incapacidad de comprender lo que habían anunciado los Profetas[24]. Quizá sería el tono de voz, la mirada cariñosa, lo que haría que estos personajes se supieran acogidos pero, al mismo tiempo, invitados a cambiar. Con la gracia del Señor, también nuestro trato reflejará el aprecio por cada persona, el conocimiento de su mundo interior, que impulsa a caminar en la vida cristiana.

Javier Laínez


[1] San Josemaría, Camino, n. 463.

[2] 1 Pe 3, 8.

[3] Lc 7, 11-17.

[4] Cfr. Lc 8, 40-56; Mt 9, 18-26.

[5] Cfr. Mt 15, 32.

[6] Cfr. Jn 11, 35.

[7] Cfr. Lc 9, 51-56.

[8] Camino, n. 409.

[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.

[10] Jn 3, 16.

[11] Hch 3, 17. 19-20.

[12] Hch 17, 23.

[13] Camino, n. 657.

[14] San Josemaría, Conversaciones, n. 44.

[15] Ef 4, 15 (Vg).

[16] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 46.

[17] 2 Cor 11, 29.

[18] Francisco, Evangelii gaudium, n. 171.

[19] San Josemaría, Surco, n. 734.

[20] Francisco, Evangelii gaudium, n. 171.

[21] Lc 24, 17.

[22] Lc 24, 26.

[23] Lc 24, 29.

[24] Cfr. Lc 24, 25.

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